
Caminante de los ceques,
doncella de las alturas,
vengo a verte, mi princesa,
porque me voy a morir.
Al pie de tu alta morada,
miro el adusto picacho,
en donde tu cuerpo duerme,
custodiado por los apus
y el viento frío del Ande.
No te he visto en muchas lunas,
seicientas cuarenta y dos,
para serte más preciso.
Y todavía recuerdo
tu cuerpecito temblando
en el frío mañanero,
tu cabellera revuelta
en las ráfagas de viento,
tus manos llenas de lodo
en el saque de las papas.
La espuma de agua de igüila
lavaba tu largo pelo,
y el sol te lo secaba
sobre la piedra del río.
Yo soy el mullucamayoc,
que te vio la vez primera,
bailando al son de las flautas,
en la fiesta de cosecha.
Tanta Carhua te llamabas.
Era tu cuerpo perfecto,
esculpido en andesita,
con cinceles de agua y viento.
Hoyuelos en las mejillas,
senos núbiles de diosa,
tus ojos de capulí
me estremecían la sangre.
Tu risa saltaba en mi alma,
como granos de maíz
en la piedra de moler.
Me llevaste por la chacra,
me apretaste contra ti,
me diste de beber chicha
y me tomaste la mano…
Pero el sino estaba echado,
Y el padre sol te llamaba
para ser la capacocha
más refulgente que el rayo.
Y ahora arreglo mi carga,
de chicha fresca y tortillas,
que compartiré contigo
en tu casa desolada.
Tomo el camino, doncella,
aquel que hice contigo,
cuando todos te llevamos
a la alta casa del Inti.
Martirio eterno tu viaje,
ojos vaciados de llanto,
subiste chacchando coca,
bebiendo chicha de jora.
Al fin vestida de ñusta,
dormida en sueño de guando,
te dejamos en la casa
escogida por los dioses.
Subo y subo, sin respiro,
pero el sol incandescente
se está ocultando en las nubes,
y mi cuerpo desfallece
en medio de la neblina
que brota de todo lado.
Dame fuerzas, Pachacámac,
que estoy cerca de la cumbre
y está cayendo la nieve
sobre la casa del Inti.
Tumbado sobre el camino,
junto a tu vieja morada,
alargo mi brazo yerto
para tocarte, princesa.
Estoy muriendo de frío,
mi cuerpo ya no respira,
mis miembros entumecidos
no se quieren ya mover…
¿Me estas mirando, princesa,
por la rendija del muro?
Tanta Carhua! Tanta Carhua!
toma mi mano otra vez.
Caen rayos sobre el cerro,
despedazando las rocas,
los apus enfurecidos
me zarandean el cuerpo
con vientos huracanados.
Pero no importa, princesa,
porque me vine a quedar.
Yo soy el mullucamayoc
que te amó toda la vida.
Bebe conmigo la chicha,
come conmigo las papas,
acurrúcame en tu seno
para mi último suspiro.
Me muero, me estoy durmiendo,
me desdibujo en la niebla…
Caminante de los ceques,
mujer sagrada del sol…
Tanta Carhua… Tanta Carhua...
toma... mi mano... otra vez…
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Hay evidencia sólida de que los Incas practicaron sacrificios humanos. Los más impresionantes sin duda fueron los de niños y adolescentes de ambos sexos, perfectos somáticamente, enterrados en cumbres muy altas, en un rito llamado ¨capacocha¨, de importancia capital en el afianzamiento del poder político y religioso de las élites locales. Se conocen numerosos “santuarios de altura” en montañas chilenas, argentinas, bolivianas y peruanas, muchos con restos de sacrificios humanos y momias, excavados y estudiados por los arqueólogos. Este poema-romance trata de conmemorar el lejano sacrificio de una adolescente, Tanta Carhua, muchacha de la localidad de Ocros, Perú, cuya belleza y perfección le permitió ser elegida para el ritual de la capacocha. El evento es tardío, de comienzos de la Colonia, por ende con alguna documentación al respecto. Al parecer, la niña brilló en la procesión del Cuzco, al punto que fue “bautizada” con ese nombre por el mismo sapa Inca. De vuelta a su tierra, fue sacrificada y enterrada (“emparedada viva” dice un documento) en un cerro local que devino huaca del imperio. La tradición señala que la chica habría dicho “acaben ya conmigo que, para fiestas, bastan las que en el Cuzco me hicieron”. El extirpador de idolatrías, Rodrigo Hernández Príncipe, fue tras ella, logrando ubicarla en 1621: “estaba sentada”, dice, “a uso gentílico, con alhajas de olletas, cantarillos, y los topos y dijes de plata, muy vistosos, que el Inca la había dado en dones”. Hay bastante información académica sobre los adoratorios de altura, que no ha trascendido mucho al gran público. Afortunadamente, disponemos de una obra de divulgación de muy buena pluma: “The Ice Maiden” (2005, National Geographic) de Johan Reinhard, él mismo actor principal de los más importantes descubrimientos de alta montaña. De hecho, todas las fotografías han sido reproducidas del mencionado libro.
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