
Logroño de los Caballeros, en medio de una selva agreste, a la altura de Xima o Sigsig, pero trasponiendo la cordillera, cuya difícil travesía ha dejado en los cerros topónimos que dan escalofrío: Moriré, cerro Ataud, Loma del Espanto, Calvario, el Gólgota, y otros. Sólo cuando se llegaba a medio declive, los viajeros se animaban señalando que ya mismo llegaban a La Portada, Portal o Portón, un mirador mágico desde donde, bruscamente, se abría hacia abajo todo el verde soleado de la selva. Don Juan Thenesaca, cacique de Paccha, que vivió de joven en la zona, habla maravillas de “amenidad y fertilidad” en Logroño: enormes planicies cubiertas de piñas de Cambray, estancias sembradas de papas y de todos los rizomas tropicales, maíz de cuatro cosechas anuales, plantaciones de maní, aves de Castilla, clima “benignísimo”, enormes chontas sobre el paisaje. Es ya sexagenario, cuando cuenta su historia (1766), pero se ofrece voluntariamente a guiar de nuevo cualquier expedición desde Cuenca. Fundada, hacia 1576-78, por Bernardo de Loyola y Guinea, Logroño fue el centro de explotación del oro de las estribaciones orientales y la cabeza de puente de una lucha feroz con los jíbaros, en la que los azuayos jugaron papel preponderante.
Esto determinó el establecimiento, en los declives orientales, de un ambiente de mucha inseguridad entre propios y extraños. Por un lado, había hombres y mujeres de la sierra bregando con bateas en los ríos auríferos de una cordillera que no era su territorio… y por otro, hombres y mujeres de la selva, con lanzas, cerbatanas y rodelas, atisbando desde las matas los ajetreos mineros… Unos y otros contándose rumores, sabiendo que un día se producirá inevitablemente el encuentro. A dos buscadores de oro, se les habrá saltado el corazón, porque desde la cima del Calvario “han descubierto humaredas y hasta han oído caracoles y vocerías de gente”. Nadie sabía que unos 20 años atrás, el español Hernando de Benavente había capturado un par de jíbaros que le contaron que su cacique era muy grande y que, si los españoles los tocaban, él los mataría, bebería en sus cráneos y cubriría los caminos con sus huesos. Y llegado a un río que “de una parte a la otra era peña tajada que mirar el río de arriba abajo ponía grima” (probablemente el Upano, a la altura de Sucúa), Benavente se encontraría frente a frente con su némesis: “vide de la otra parte del río hasta cincuenta indios todos con sus lanzas e hondas e bestidos de camisetas e mantas”. Tiros de arcabuces que no llegan al otro lado, y los soldados españoles con miedo, oliendo su propia adrenalina y aconsejando a su jefe no cruzar el río porque “no haríamos ninguna hazienda e que sería para nuestra perdición”. Con frustración e impotencia, Hernando diría, en carta a su rey, que los jíbaros eran la “gente más desvergonzada e descarada que yo he visto en las Indias”.
Al fin, colonos y jíbaros se habrán visto en el recodo de un camino, habrán saludado, intercambiado una fruta, los indios serranos tal vez mejor tratados que los blanco-mestizos. Don Thenesaca dice que se encontró con “indios muy humanos de revesado lenguaje que lo mantuvieron hasta con carne de vaca”. Y los indios tadayes (cañaris) compraban en Cuenca “machetes, cuchillos, hachas y tijeras” que, según las autoridades españolas, jamás usaban, pero que desaparecían en intercambios discretos al ingresar a las selvas jíbaras. He aquí dos modelos de contacto de alcances muy diferentes: los indios serranos por medio del comercio a larga distancia, y los blanco-mestizos por medio de la expedición punitiva.
Obviamente, Logroño era una espina de guadúa clavada en el corazón de los salvajes. Delenda est Logroño. Y en 1579, los jíbaros la cercaron, logrando matar a 23 españoles. El cabildo de Cuenca armó una expedición de castigo al mando del Capitán Miguel de Contreras, que cruzó la cordillera llevando una docena de arcabuces. Nadie sabe qué sucedió; probablemente nada porque los jíbaros tenían fama de ser “los más crueles enemigos del género humano”. Y en 1599, al publicarse un bando de que se alzaban los tributos de oro para cubrir las ceremonias de la jura del rey, los jíbaros, al mando de Quiruba, se rebelaron con inusitada violencia. Sitiaron Logroño y la incendiaron. Mataron al Gobernador abusivo haciéndole ingerir oro derretido a través de un hueso, y luego acabaron con todos sus habitantes. Lo mismo se hizo con Sevilla del Oro y Huamboya.
Se ha mencionado que hay un “atado” de papeles sobre Logroño que dicen fue recogido por el Padre Bernardo Recio en una de las misiones que hizo a la ciudad. Don Baltasar Tello afirma haber visto otro papel en el que se pedía que los indios de Gualaceo, que trabajaban en Cuenca, mejor deberían hacerlo en Logroño, que está más cerca. Y que el documento había sido revisado por Mariano Monteserrin en los Archivos de Cuenca. Que otro papel escrito, enviado a Pedro Coronel por un compadre que habitaba en Logroño, debe estar en el Monasterio de las Conceptas. Al fin, Recio, en su obra apenas le dedica pocas líneas a Logroño, porque realmente no sabe mucho. Pero sigue hablando del atado de papeles, esfumado en el olvido, como las cenizas de la fenecida ciudad.
Se hizo luego un largo silencio sobre las selvas orientales, pero en los siglos XVII y XVIII, los azuayos montaron innumerables expediciones en busca de la ciudad perdida, aunque la verdad desnuda no era romántica sino económica: se buscaba primordialmente la reactivación de los lavaderos de oro de la región. Los blanco-mestizos comienzan a conocer la selva, los matices de verde que les avisan donde hay un pantano insalvable, dónde una casa cubierta por la espesura. Y un día hasta se atreven, con éxito, a encontrarse a medio camino en una selva desconocida. En efecto, de Loja y Cuenca, respectivamente, salieron dos patrullas que recorrieron las selvas hasta encontrarse las dos en la confluencia del Zamora con el Rosario. Impresionante hazaña, aunque no sin contratiempos. Parte de la patrulla de Cuenca había desertado ya en la cordillera de Moriré, cerca de Xima, según afirma José Castro, que fue soldado de la misma. Los soldados simplemente se orinaban de miedo ante la posibilidad de encontrarse con “unos indios tan feroces que los suponían más valerosos que los caníbales”. Al fin, un encuentro de poca monta, dos jíbaros muertos, y las patrullas presas del pánico dispersándose por la montaña jíbara como guatusas asustadas.
El éxito le sonrió finalmente a Fray Antonio Prieto quien, en 1816, descubrió la antigua Logroño y fundó cerca la villa de Gualaquiza, que eventualmente fue dotada de casa parroquial y una pequeña capilla. Su salida fue de Cuenca, con escolta militar, y con parada en Sigsig para reclutar indios de carga y mestizos de guías de montaña. A los pocos días de marcha, se perdió en la selva y envió un grupo de reconocimiento a ver si obtenía comida o encontraba algún camino o aunque fuere alguna “señal de xíbaros”. El fraile estaba desesperado, los adivinaba en todas partes y no sabía cómo debía comportarse si les encontraba cara a cara. A las pocas horas, regresó un indio del grupo explorador, trayendo plátanos y la noticia de que se había hallado un camino ancho de jíbaros y varias chacras abandonadas. La hora del contacto había llegado y había que construir el rito del encuentro. Se reordena la expedición: José Suero (hablante de jíbaro) y Joaquín Fontánez adelante con 4 fusileros, detrás Bernardo Arruz un benemérito español que debía ser protegido, y luego los indios de carga. Curiosamente, asegurando acaso una huida rápida, atrás de todos iba un Fray Prieto temeroso, ayudando dizque a cargar a un soldado mordido por una culebra.
Al fin llegaron a una casa donde fueron recibidos por los jíbaros Pinchopala y Canoro, y luego por todos los vecinos de las lomas circundantes que acudieron prestos al lugar, una vez advertidos de que la expedición llegaba en son de paz. Prieto exploró luego la zona, incluyendo las jibarías al otro lado del Bomboiza, bautizando y regalando bagatelas. Y encontró finalmente un lugar, aprobado por los jíbaros, para la fundación de Gualaquiza que se realizó el 11 de octubre de 1816. Al efecto, “por la mañana se formaron los 11 fusileros y se tomó posesión de la tierra, nuevamente conquistada hasta el río Chuchumbiliza, a nombre del Rey Nuestro Señor, diciendo todos a una voz ¡viva nuestro rey católico de España!, ¡viva don Fernando Séptimo!, concluyendo este acto con varias descargas de fusilería que causaron mucha admiración a los xíbaros”. Seguidamente, se nombraron como Justicias a los jíbaros Chuli, en calidad de capitán curaca, Anduja, como alcalde y Tendechada, como regidor, que quedaron para la historia como integrantes del primer cabildo de la naciente Gualaquiza. Inclusive, Chuli recibió un bastón con puño de plata, sombrero, camisa, pantalón, y chaleco, todo enviado, a nombre del rey, por Juan López Tormaleo, teniente general de Cuenca. El acto finalizó con el bautismo de los niños jíbaros, apadrinados en la ocasión por los soldados de la expedición.
A mediados de enero de 1917, Prieto dió por terminada su misión y salió de Gualaquiza, rumbo a Cuenca y luego a Lima. Fue una expedición pequeña, pero de éxito divino a más no poder. Meses después, ya en septiembre de 1817, José Antonio Suero, capitán de selvas, compañero de Prieto en la fundación del nuevo asentamiento y consolidador de la zona luego de su partida, se trasladó a Cuenca con un grupo de unos 12 jíbaros locales. Y así fue como, el 16 de este mes, entró en la metrópoli el indómito enemigo, los jíbaros, cuyos nombres hay que darlos para la historia: Chulé, Pinchopala, su mujer Macato y su hijo Andrés, cristiano, además de Fendecha (probablemente el regidor), Tungui, Cucunsi, Feleche, Naicali, Cayasi y Curay. Los que los vieron de cerca aseguraron, a su paso, que eran “de color amestizado, muy festivos y de regular estampa”. Los investigadores Costales señalan también que “la ciudad les tributó solemne recibimiento”, añadiendo que el gobernador pidió que la población salga a recibirlos con “música, cohetes y caballos”. No faltaron toros, ni gallos, ni danzas, ni juegos pirotécnicos, porque la ciudad estaba también celebrando el desposorio en España del infante Don Carlos.
Pero al otro lado de la cordillera, había menos jolgorio. Los jíbaros, inquietos, merodeaban la misión, se catequizaban y se bautizaban, pero no se resignaban a la presencia de los azuayos, que ya habían establecido numerosos “entables” para producción agrícola y campamento de mineros. Y en 1820, incendiaron el pueblo y cortaron la cabeza de dos indígenas conciertos. Suero logró que el jefe Pinchopala con varios compañeros se fugaran con él a Sigsig y luego a Cuenca. La visita coincidió con la lucha de la independencia cuencana. De manera que Suero envió a los jíbaros a los montes de Duquir (Ducur?), mientras él y Pinchopala se unieron al ejército patriota, que lamentablemente cayó en Verdeloma (cerca de Biblián), ante el empuje del jefe español, Coronel Francisco González. Un condescendiente Octavio Cordero Palacios (1920) dice que Pinchopala fue “el más aguerrido y soberbio, indudablemente, de los héroes todos de ese día”. Pero realmente no se sabe si peleó y si murió allí. Suero señala solamente que fue con él al “Verde”, “de donde nos desaparecimos por donde pudimos”, o sea que, a lo mejor no peleó o huyó cuando la batalla estaba perdida. Lamentablemente, su historia acaba allí, ya que nunca se volvió a reunir con sus compañeros de viaje que, por su lado, tuvieron mas bien serios tropiezos en la comarca.
En efecto, el resto de jíbaros, inicialmente encargado para su protección a Antonio Díaz Cruzado, acabó en la costa prácticamente abandonado y en las peores condiciones, dando vueltas sin rumbo y sin sentido. En Balao, el sirviente de un blanco mestizo (un tal José Gorostiza), los apercibió inermes y perdidos y secuestró a cuatro de ellos, dos de los cuales murieron, quedando sólo las jíbaras Yamanza y Chingamazi, que lograron huir a Cuenca. Suero, a la sazón ya en Loja, les pidió que vinieran a vivir en casa de su madre, pero Gorostiza reapareció, insistiendo ante el Gobernador Arteta que ordene su devolución. Fueron entonces enviadas a Guayaquil, pero en Santa Rosa se fugaron al monte, con tal mala suerte que tuvieron que salir casi moribundas al pueblo. En este punto, Suero se habría quejado ante las autoridades grancolombianas, que ordenaron su libertad y la entrega de las mismas a su custodia. Pero entonces, los jíbaros empezaron a presionar, con razón, que se las devolvieran a su tierra y a su pueblo. Y aquí se pierde el rastro de Yamanza y Chingamazi que, siendo ya cristianas, no querían regresar porque, a decir de Suero, “temen más a los jíbaros que a las más crueles fieras, conociendo ya la ventaja que hay de nuestra religión a las bárbaras costumbres de esos”. Desenlace fabricado, sin duda, porque está claro que, al menos esta vez, la religión no dio ninguna “ventaja” al pequeño grupo jíbaro que fue maltratado y casi completamente aniquilado en su aventura azuaya.
Toda esta historia se me alborota en la cabeza, mientras recorro las ruinas de El Cadi, la supuesta Logroño de Fray Prieto, ubicada cerca de Nueva Tarqui en Morona Santiago. No tienen trazo español, y sus muros me sugieren restos de casas o pueblos construidos acaso por cañaris en una ocupación selvática más antigua, de la que no hay memoria. Tomo la mochila y me alejo acariciando la muralla de piedra, y pensando en los encuentros y desencuentros de los jíbaros y de los blanco-mestizos azuayos. Gualaquiza fue, sin duda, el punto de quiebre que abrió la puerta de la evangelización de los jíbaros a jesuitas, franciscanos y salesianos, y a la ocupación de territorios jíbaros por parte de cuencanos y azuayos, básicamente, para agricultura, ganadería y minería, con miras acaso de consolidar un “Oriente Azuayo”, como se le denominaba ya, a comienzos del siglo XX, a buena parte de la actual provincia de Morona Santiago. El viejo camino de entrada desde Xima, por Moriré, siguiendo los cursos de los ríos Cuyes y Bomboiza quedó abandonado, y en su lugar se abrió el camino desde Sigsig por Matanga (el famoso Matanga-mata de los colonos serranos) a Chigüinda y Gualaquiza. Es la famosa “ruta de Tormaleo”, por el mencionado teniente general de Cuenca que, en 1808, ofreció construir una vía hasta Gualaquiza y Logroño, pero se cansó de hacerlo una vez que el camino llegó a su fundo de San Dionisio, ubicado antes de Chigüinda. En todo caso, esta vía es la misma que, con variantes, es recorrida al presente por los buses de transporte. Valga señalar que, en ambas rutas, hay numerosos sitios arqueológicos con arquitectura monumental similar a la Logroño de Prieto. Y al despedirme, vuelvo por última vez la cabeza hacia esas selvas, oliendo en mi mente el incendio de Logroño, cubierta de sangre y acaso perdida para siempre. Incendiada en la flor de su edad, a los 20-22 años de existencia, a lo mejor fue solamente un conjunto de casas o covachas de madera y techo de pambil, que no habrá dejado mayor rastro de evidencia arqueológica.
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