
Soldados, desde lo alto de estas pirámides, cuarenta siglos os contemplan…
Arenga de Napoleón I Bonaparte en la Batalla de las Pirámides, 21 julio 1798
No hay duda que el hombre tenía sentido de la historia y de su papel en ella. Y no le molestaba la extravagancia. Genio de la guerra occidental, llevó su ejército a la invasión de Egipto, acompañado -cosa insólita- por un grupo numeroso de científicos y especialistas de diferentes ramas, incluyendo historiadores y arqueólogos. Su jefe, o quasi-jefe, fue Vivant Denon, un diplomático y artista que desarrolló gran afición por las antigüedades, que plasmó en su obra “Description de l’Égypte” (1809-1828), de varios volúmenes y magníficas ilustraciones. El éxito de Napoleón abrió las puertas de este país a los europeos que paulatinamente pasaron del asombro al saqueo de su patrimonio cultural.
Los humanos hacemos infinidad de cosas que eventualmente se destruirán y desaparecerán cubiertas por el polvo de los siglos. En el Museo del Louvre me he quedado horas enteras en la sección de Egipto, contemplando en detalle los mil y un artefactos que han dejado los antiguos egipcios en sus casas o en sus tumbas, excavadas luego por huaqueros o por arqueólogos. Hablo de objetos de tocador como agujas, pinzas para las cejas, cajitas de polvos y coloretes, lápices labiales, pelucas; otros objetos personales como vestidos y joyas, y otros más íntimos como condones y consoladores. O sea, un mundo de artefactos muy similares a los nuestros, pero meticulosamente trabajados a mano con viejísimas y primitivas técnicas, que nos dejan anonadados. ¿Cómo pudo haberse preservado tanto objeto de las inclemencias del clima y del enorme tiempo transcurrido (de dos a cinco mil años)? No entraré en erudita discusión de cómo se conservan los objetos, pero en este caso diría que la clave del asunto es el clima seco y desértico de Egipto, donde llueve tan poco que los materiales más perecederos, incluyendo las momias, han llegado hasta nosotros en buen estado de conservación. Y ciertamente, algo similar ha ocurrido con los grandes monumentos, aunque aquí el agente humano ha sido mas bien el gran responsable de su destrucción.
El Egipto eterno cautivó al mundo occidental. Desde la antigüedad clásica, viajeros y turistas romanos y griegos, incluyendo Heródoto, visitaron las ruinas, y probablemente se llevaron también piezas arqueológicas, ya sea recogidas o compradas a vendedores locales. Nada ha quedado de esos viajeros, excepto los graffiti dejados en las ruinas, entre ellos uno con clara identificación, la de Marcus Antiochianus Pulcher, legionario de la III Augusta, acaso el primer turista “registrado” de Egipto. De los primeros siglos de la era cristiana, se sabe muy poco, aunque, hacia el siglo IV, la cercana Tierra Santa se volvió ya lugar de peregrinación y turismo, situación que prevalecerá en la edad media, con visitas de peregrinos-turistas a la zona de El Cairo, aunque enfocadas principalmente a los sitios relacionados con episodios de la huida de la Sagrada Familia.
Fuera de esta región, y en la navegación del Nilo, el turismo fue mas bien discreto por los temores que sentían los europeos por la presencia islámica en Egipto. Pero no deja de ser interesante constatar que los actuales itinerarios, continúan haciendo la misma ruta clásica de Heródoto y compañía: primero las pirámides y la esfinge, luego el remonte del Nilo hasta los edificios de Tebas (para Carnac, Luxor etc.), los colosos de Memnon y los templos de Dendera y Philae, y por último Asuan en la frontera con Sudán. Y cuando Occidente redescubre el país faraónico, a principios del siglo XIX (con la invasión de Napoleón y las expediciones independientes de Burckhardt y Belzoni, entre otros), estalla el furor turístico europeo. En la época aparecieron ya algunas guías turísticas, como las de Jean Jacques Rifaud (1830) y John Gardner Wilkinson (1837) que estaban a la venta en las paradas del ferrocarril. De otro lado, los cónsules y los comerciantes de antigüedades, particularmente ingleses, franceses e italianos, pululaban por las calles de El Cairo, averiguando sobre descubrimientos y haciendo negocios oscuros para llevarse objetos (a veces tan grandes como una estatua de varias toneladas de peso) de la antigüedad egipcia.
Los grabados del siglo XIX sorprenden a los turistas viajando por todo lado. Unos turistas “pelucones” miran asombrados a J. de Morgan levantando la corona de la reina Khnemit de su tumba recién descubierta. En Luxor se ven chicas europeas “esculpiendo” jeroglíficos en las columnas, o escalando los bloques de piedra, auxiliadas por guías locales que las jalan a un rellano. No falta el “aguatero” listo con su garrafa para atender con el líquido vital a los viajeros. En Abu Simbel, el relajo es imperdonable. Los guardias se han subido a la estatua de Ramsés y conversan perezosamente apoyados en las manos del faraón. Otras dos turistas están hurgando las axilas del monarca; y para colmo hay dos tipos más hollando la cabeza sagrada del faraón.
Y si el viajero no estaba para grandes maniobras, siempre había vendedores de piezas al por menor cerca de las ruinas. Tiempos de displicencia inspirados sin duda en el poco afecto que los gobernantes egipcios tenían por su patrimonio cultural. En la época, era muy fácil pagar favores, congraciarse con alguien o con un país, enviando un obelisco, una estatua o una momia. O simplemente adquiriéndolos en ventas in situ.
La mayoría de palacios y templos estaban cubiertos de gruesas capas de arena, a veces de espesor suficiente como para dejar aflorando apenas la punta de un obelisco o la cabeza de algún personaje antiguo. En la planicie de Gizeh o Giza, en las afueras de El Cairo actual, además de las ya conocidas pirámides, tenemos hoy totalmente excavada y descubierta una enorme esfinge de cabeza antropomorfa (con cara del faraón Kefren) y cuerpo de león. El monumento es hecho de caliza, de 73 m. de longitud y 20 m. de altura, desde la base hasta la cabeza. Sin embargo, cuando fue reportado para Occidente, estaba casi completamente cubierto de arena, al punto que sólo la cabeza y el cuello eran visibles. No se descarta que el enterramiento haya sido inclusive mayor en la Edad Media. Al menos, hacia 1378 d. C., la cara debió haber estado bastante accesible, como para que un musulmán iconoclasta lograra destruir la nariz de la estatua introduciendo barras de metal por los orificios nasales. La rotura ha sido atribuida a Muhammad Saim al–Dahr, un musulman sufí que lo hizo para evitar que la esfinge fuera venerada por los agricultores locales que la consideraban como talismán del Nilo.
En todo caso, el constante amontonamiento de arena en torno al monumento ha requerido varias campañas de desenterramiento, algunas llevadas a cabo en la misma antigüedad, como las de Tutmosis IV, acaso el primer faraón en ocuparse del asunto. Cuando Heródoto fue a Egipto, vió las pirámides pero no la esfinge (o al menos no la menciona), señal tal vez de que estaba totalmente enterrada. Posteriormente, serían Tiberio, Nerón y Marco Aurelio quienes asumirían la misma actividad, que se volvería secular rutina para la conservación de este monumento. En épocas más recientes, desde el siglo XIX, los trabajos de Caviglia, Mariette y Baraize han aportado nuevos hallazgos, pero el monumento mismo ha ido perdiendo partes pequeñas por desprendimientos en las partes desenterradas. Para mala suerte, la restauración que se realizó en 1989, no fue la más adecuada, de modo que la esfinge está ahora expuesta a mayores peligros. Y por cualquier cosa. Con decir que hasta el estiércol de las aves que duermen en las oquedades de los ojos o las orejas, le ha quitado el sueño a más de un conservacionista.
En la llanura de Tebas, cerca de Gornou (Kurna), existió antiguamente un enorme templo funerario de Amenofis III, que acabó destruyéndose por el embate de las aguas del Nilo. Sólo quedaron como mudos testigos dos enormes estatuas del faraón, que fue bautizado por los turistas griegos con el nombre de Colosos de Memnon, en honor de un rey etíope que murió heroicamente en la guerra de Troya. Los colosos son de 18 m. de altura y 720 ton. de peso cada uno, hechos de arenisca cuarzosa llevada por tierra, desde la zona del actual El Cairo hasta Tebas, una distancia nada despreciable de 675 Km. Por desgracia, en el terremoto del 27 d. C., uno de los colosos se agrietó malamente, cayéndole la cara y agrietándose parte del cuerpo, con el singular efecto de que comenzó a emitir sonidos como de campanadas, por sus intersticios, particularmente por la mañana, al levantarse el sol. El fenómeno no pasó desapercibido, generando por dos siglos visitas al lugar por parte de griegos y romanos. Hacia el 200 d. C., el emperador Septimio Severo ordenó la restauración del monumento para devolverle su forma original, con tan mala suerte que el coloso perdió su “sonoridad”. Que este era el atractivo del monumento atestiguan las frases de turistas grabadas en su base, indicando si oyeron o no los sonidos.
En 1815, Belzoni no se atrevió a tocar a los colosos erguidos, pero hurgando en los alrededores, encontró restos de varios, especialmente uno casi completo, llamado el Memnon joven, que se lo llevó a Europa en pedazos. Con cierto cinismo señalaba: “Al entrar a las ruinas [del templo de Gornou], mi primer pensamiento fue examinar el busto colosal que tenía que llevarme. Lo encontré cerca de los restos del cuerpo y la silla, con su cara hacia arriba, y aparentemente sonriéndome ante la perspectiva de ser llevado a Inglaterra”. Arriba, en las fotos se puede ver un grabado del transporte de la cabeza del joven, del templo de Amenofis al río Nilo, donde habría de ser embarcado a Londres para su reposo eterno (¿?) en el British Museum.
En esta región se encuentran también los famosos sitios de Carnac y Luxor, particularmente sus templos, que son realmente grandiosos: enorme trabajo arquitectónico, acabados perfectos, colores vivos en los motivos esculpidos en las paredes, aunque se ve a menudo en los paneles “borrones” antiguos intencionales para eliminar de la escena a personajes caídos en desgracia. Se ve que mucho se derrumbó y mucho quedó bajo las dunas, y se nota la falta de algunos elementos, como los obeliscos (asociados a Ra y al culto solar) que los europeos se obsesionaron por adquirirlos a comerciantes inescrupulosos. En Luxor se nota por ejemplo, en la entrada, la falta de un obelisco… que fue a parar a la Plaza de la Concordia de Paris. Hay también obeliscos egipcios, robados o mal negociados, en Roma, Nueva York, Italia, Estambul, Ciudad del Vaticano, Londres y otras ciudades. Unos 25 Km. al sur de Luxor, se puede admirar el doble templo de Ombos, de época tardía (casi tiempo de romanos), construido para el culto de Horus y Sobek. Son templos adosados, cada uno con su propia entrada. Un grabado de mediados del siglo XIX muestra que el monumento estaba tapado por la arena en más de la mitad de su volumen; de hecho, el suelo que pisa la gente está a muy corta distancia de los capiteles de las columnas.
Luego de un viaje de 250 Km. en crucero, desde Luxor hacia el sur, se llega ya a Asuan donde se construyó (entre 1959 y 1970) la famosa represa del Nilo, que dio lugar al lago Nasser, desde donde se redistribuye el agua a Egipto. Tal obra de infraestructra planteó fuerte dilema al país porque no menos de 20-25 sitios iban a ser cubiertos por el agua del lago. Para evitarlo se recurrió a dos alternativas: la donación y la reubicación. La primera opción permitió que la mayoría de estos sitios fuera entregada a varios países europeos y a Sudán, para su cuidado y custodia. La segunda opción permitió salvar dos enormes complejos arqueológicos (Philae y Abu Simbel) trasladándolos a otro lugar. En un recodo del río, en la región de Nubia, yacían los dos templos subterráneos de Abu Simbel construidos durante el reinado de Ramses II (hacia 1300 a C.), ambos con enormes estatuas del faraón y su esposa. Cuando Burkhardt y Belzoni lo descubrieron, independientemente, a comienzos del siglo XIX, la entrada a los templos estaba tapada por la arena, lo que dificultaba la penetración de la luz solar en octubre 22 y febrero 22, cada año, fenómeno que atraía a muchos turistas porque se iluminaba todo el interior de los templos. En la década de 1960, las Naciones Unidas, a través de la UNESCO, organizaron el traslado del complejo Abu Simbel a un lugar ubicado a 180 m. de distancia de la anterior ubicación, y a 64 m. de altura con respecto a la anterior. Al efecto, se cortaron los templos en enormes bloques de 20-30 ton. de peso, que fueron trasladados al lugar escogido y re-ensamblados con precisión. El trabajo fue tan bien hecho que el visitante de hoy no se da cuenta de lo ocurrido, excepto por los días de luz interior que ahora ocurren 24 horas más tarde que en la ubicación original.
Al momento hay fuerte presión internacional a favor de una política de devolución, a sus países de origen, de los objetos patrimoniales alojados en los museos del primer mundo. En la década de 1980, Paczensky y H. Ganslmayr publicaron un libro que abrió la llaga de la expoliación del patrimonio cultural de los países pobres. Y se convirtió en un best seller, porque su denuncia no venía solo de un país, sino de varios que reclaman por innumerables objetos de sus pueblos ancestrales. Diríase que, desde el polvo de los siglos, hay voces de ultratumba que reclaman su regreso. ¿Veremos algún día a Francia devolviendo el obelisco (declarado ya en 1937 monumento histórico nacional), o a Alemania devolviendo el busto de la reina Nefertiti? Difícil decirlo, aunque el título del libro es bastante categórico: “Nefertiti quiere volver a casa”. Pues, que así sea.
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